Las grandes historias de la humanidad están sustentadas, al menos en su forma más elemental, en una diferencia de poder. Está en nuestra naturaleza la capacidad de percibir la inequidad y, en lo más profundo de las células que nos componen, la reacción que ante ella tenemos.
Ayer escuché un ejemplo de esto. Una persona muy cercana a mi tiene como problema el abuso de uno de los empleados que tiene a su cargo porque, en pocas palabras, ya se le subió a las barbas.
—Tengo por hipótesis que para que esto suceda, forzosamente tiene que existir un antecedente de abuso de confianza y/o por lo menos una intención manifiesta de obtener un beneficio personal adicional con el esfuerzo de alguien más—.
Mientras escuchaba el reporte de los hechos me di cuenta de que, muchas veces, somos nosotros mismos los que provocamos estos abusos. Algunas veces es nuestro carácter; otras nuestra personalidad; o bien, en un buen número de ocasiones, el amor o cariño que sentimos por las personas que abusan de nosotros.
¿Hay algo qué hacer? Ayer, después de darle mi opinión, me quedé pensando. Es probable que una persona tranquila y confiada siempre tenga quejas sobre este tipo de temas porque, sin darse cuenta, es su actitud la que promueve que la gente que tiene alrededor saque partido de su buen corazón. Otra vez la pregunta ¿Hay algo qué hacer?
“El valiente vive hasta que el cobarde quiere” Sí, pero, ¿qué pasó después? Cuando el cobarde se volvió valiente, ¿modificó su naturaleza para convertirse en algo que no es? Dejaron de abusar de él, pero ¿Fue feliz? ¿Nunca volvieron a abusar de él?
No creo en los finales felices (lo aprendí en mi etapa de cuenta-cuentos), pero creo que una buena historia tienen la obligación de dejar abierta la puerta de la conciencia de quien los escucha para que cada quién desarrolle su mejor conclusión.
Al final, quizás el hecho de quejarse por el abuso de los demás también forma parte de la personalidad de alguien. No sé. Lo que sí se es que siempre es mejor poner una alto a tiempo (al abuso en general) antes que acostumbrarse a bajar la cabeza frente a las cosas que no son justas. Qué difícil, ¿no?